Si poner el pecho a las balas es cosa de dones valientes y guapetones, la historia nos cuenta que unas cuantas doñas han hecho lo propio, y en el más literal de los sentidos. Aunque más que fusiles, sus encantos han resistido el embate de delicados cristales y cerámicos. Así como lo oye, los pechos femeninos han servido de musa inspiradora e inmejorable molde para una vieja y famosa pieza de vajilla ¡Todo sea por las burbujas! Con ustedes, la curiosa historia de la copa de Champagne.
Estilo pecho
Dicen que dicen que la primera copa de champán data de fines del XVIII, y que la femineidad de María Antonieta, última reina de Francia, despertaba alta admiración en su marido, el rey Luis XVI. Lo cierto es que este par no halló mejor modo de perpetuar los encantos de la doña que moldeando porcelana en sus pechos. Lo que resultara en una especie de delicado tazón donde verter, y beber, el afamado Champagne francés. Sin embargo, la guillotinada reina no habría sido la única en poner su busto al servicio de la vajilla ¿Vio la vieja y conocida copa de boca ancha y escasa profundidad? Si alguna vez la tuvo en sus manos, tal vez no haya sabido que se trataba de la copa Pompadour. Ni que los senos de la Madame homónima así la hubieran bautizado. Al parecer, la amante de otro Luis, el XV, ha sido quien dio forma a aquella copa de antaño; patentando tal creación con su propio apellido. ¿Y qué hay de doña Diane de Poitier, el amorío del Rey Enrique II? Los pechos de la duquesa también parecen disputarse la creación del preciado objeto. Porque si los franchutes son los amos y señores del Champagne, también debían ser dueños de cuanta versión en torno al origen de las copas donde beberlo. ¿O no? ¡Ojo que la antigua Grecia también pide derechos de autor! No faltan las voces que señalan a los pechos de la mismísima Helena de Troya como el verdadero molde original, y que las copas hechas a su semejanza aún descansan en el Templo de la isla de Rodas. Sólo que el contenido destinado a éstas no era más que vino. De allí que los franceses se adjudiquen el origen de una copa diseñada, exclusivamente, para su burbujeante creación. Así las cosas, parece que importada fue la técnica nomás. Y por cierto, novedosa si las hubo.
Pegando el estirón
Hecho el Champagne, hecha la copa. ¿Y cómo sigue la historia? Tan lujosa como su contenido, la añosa Pompadour sí que tuvo sus tiempos de gloria. Elegante como pocas, fue ama y señora de los brindis hasta no mucho tiempo atrás. ¡Ah…si habrán sido testigos de su grata presencia las más señoriales noches de los años ’30! Y hasta las interminables noches setentosas. Sin embargo, entre brindis y sorbos, entre rouges y bigotes, entre pito y flauta… ¡A la flauta! Esbelta y estilizada, esta copa llegó para destronar a su retacona antecesora. A fin de cuentas, con tan poco cuello, la pobre Pompadour no podía más que ser abrazada con la mano entera para sus sostén, lo que entibiaba el contenido; al tiempo que su boca ancha era un gran escape para las aclamadas burbujas, y ni hablar del aroma. En cambio, la copa Flauta sí que podía alzarse con gusto: de tan lunga que resultaba, no sólo huía del calor humano -aquel que se concentraba sólo en su base-, sino que las burbujas tenían largo camino a su superficie, ofreciendo una ascendente y agraciada danza a los futuros bebedores. Así, estas buenas mozas se congregaban en una “coronita” de espuma imposible de ser vista en las boconas Pompadour. Porque la ecuación de este invento anglo-romano era simple: a menor superficie de contacto entre el líquido y el aire, menor pérdida de gas y aroma. El tema pasaba entonces porque nuestra ñata tuviera el especio necesario para poder percibir tal fragancia. Y allí estuvo el talón de Aquiles de nuestra querida flautita.
Flor de copa
¿Entonces? Al gran señor del chin-chin parecía no haber pastito que le viniera bien. Es que el muy pretencioso andaba esperando una flor: la tulipa, esa que se las ingenió para reunir lo mejor de sus predecesoras. Se puede decir que se trata de una especie de flauta curvilínea: algo más ancha en el centro, permite que los aromas se concentren y no disparen hacia arriba. Sólo que, al estrecharse en el extremo, evita su salida fugaz; al igual que la de las burbujas, tal como ocurría en la Pompadour. Eso sí, la tulipa se apiada de los narigones y permite que todo quien la porte en su mano pueda disfrutar del aroma proveído por el líquido de turno. Lo que se dice, una experiencia olfativa a la altura de las circunstancias. Tal como un buen Champagne lo merece. Y como un buen bebedor también. Porque a fin de cuentas, entre pechos y flautas, una copita de Champagne no se le niega a nadie. El motivo del brindis es apenas una excusa.